Y aquí estoy, sentado frente a mi mar, escuchando las olas
en su fiero movimiento y viendo como mueren impactando contra la bahía. Mi corazón
va al compás del movimiento del viento, tranquilo como la suave brisa de la
mañana y agitado como el céfiro que sopla cuando Nix coloca las estrellas. El
horizonte separa las cristalinas aguas del cielo tintado de naranja, y el Sol,
perdiéndose por la delgada línea, se refleja espectacular en el agua. Agarro un
puñado de arena entre mis manos. Está fría, helada. Como mis recuerdos. Parece
que el ardiente Sol no ha bronceado mucho los granos y ahora no queman como de
costumbre. Las gaviotas vuelan alto y soy capaz de apreciar el fuerte olor de
la sal que me rodea. Cojo aire fuerte, para llenarme los pulmones. Cierro los
ojos para imaginarme directamente dentro de mi mar, ese mar que me recuerda a
ti. Noto como se acelera mi corazón cuando en mi mente aparece tu nombre,
cuando tus besos conquistan mi alma, cuando tus sonrisas me ganan. Pero de
repente todo se rompe, y ahí estoy yo solo, volando como una de esas gaviotas
que buscan su lugar, escapando de su prisión y volando al fin por la inmensidad.
Abro los ojos… ¿dónde estoy? Mi piel mojada se estremece y la
arena que conservaba en mis puños se desvanece por el agua como los recuerdos.
Necesitaba respirar. Mi corazón está a punto de estallar. ¿Es acaso por haber
pasado tanto tiempo bajo el agua o porque sólo he pensado en ti?