Nos abrazamos y noto cómo se mezclan tu olor y el amargo aroma de la despedida. Las yemas de tus dedos acarician mi espalda e instintivamente cierro los ojos, para volver a aquellos días en los que el roce de nuestros cuerpos hacía que se contrajeran mis músculos y se estremeciera todo mi ser.
Se vuelven a cruzar nuestras miradas, pero tus labios aún siguen juntos, manteniéndose en armonía con la quietud de tu cara. Y aunque apenas hemos hablado en las últimas horas, tu voz sigue en mi cabeza susurrando un leve te quiero que desde que salió de lo más profundo de ti, no he podido olvidar. No me aguanto más y te digo al oído lo que siempre he sentido por ti: que te quiero (respondiendo a tu vocecita, que no deja de hablar en mi cabeza). Veo que empiezan a nublarse las pupilas de tus ojos y me doy cuenta de que estoy llorando, de que es más difícil de lo que pensaba. Tus brazos vuelven a entrelazarse en mi espalda y ahora sí escucho un perfecto te quiero que sale de los pliegues de tus labios. Me apoyo en tu hombro y noto que tu olor y el de la despedida se han sintonizado y han creado una burbuja alrededor de nosotros. A pesar de los abrigos que nos guardan del frío, noto como tus dedos van quemando mi piel, como la primera vez que acariciaste mi espalda desnuda.
Ya te tienes que ir... y todo el calor de mi cuerpo se va contigo. El frío se cuela por mi abrigo y llega hasta mi pecho... No puedo evitar coger tu mano y tirar de ti hacia mí. No puedo evitar quedarme a escasos centímetros de tu boca y tampoco puedo evitar besarte. Sentir otra vez la inocencia de tus dulces labios; descubrirlos, como la primera vez que tu boca y la mía se encontraron tímidamente.
Lo último que recuerdo es tu sombra en el tren, y la silueta de tu mano apoyada en el cristal del vagón. Alcanzo a ver un destello que baja por tu mejilla pero no quiero aventurarme a pensar que lloras porque te alejas de mí.
Ahora escribo estas líneas desde la estación que nos separó, mientras veo cómo se aleja el tren que te lleva de vuelta a casa.